pasatiempos_ii
Aquella tarde mi padre dijo que haríamos algo diferente. Un amigo suyo inauguraba una exposición. Al entrar en la sala solté rapidamente la mano de mi padre y me escabullí entre la gente. A pesar del barullo se respiraba cierto aire entre distinguido y bohemio mezclado con la misticidad del lugar, un antiguo convento.
Comenzé a caminar bajo el techo abovedado de una de las naves y alzé la vista. Sentí como se aceleraban mis sentidos al acercarme y me detuve frente a él. Era un cuadro fascinante, cargado de vida. Los elementos que lo componían se salían fisicamente y parecían flotar en el espacio que quedaba entre medias de él y yo. Era la realidad más plástica que jamás había visto. Durante unos largos segundos respiramos y le olisqueé como cuando se cruzan dos perros que no se conocen. Levanté mi mano firme y sujeté fuertemente entre mis dedos una de las piedras que sobresalían. Estaba fria y ahora estaba en mi mano en vez de en el cuadro. La cambié de lugar y cogí otra. De pronto se escuchó un grito que me sobrecogió y me quedé inmóvil con la piedra en la mano, era mi padre. Quise colocarla rapidamente pero no tuve tiempo. Allí venía a toda prisa con los ojos inyectados y un poco más grandes de lo que habitualmente ya los tenía, seguido de su amigo, el autor de la obra. Mi brazo seguía extendido y valiente y ya era tarde para disimular. Eché un último vistazo al cuadro y sonreí. Mi padre cogió la piedra de mi mano con malestar –¿pero que haces hija?– y Alfredo, que así se llama el autor de tan fascinante obra, con una enorme sonrisa y apoyando su mano sobre mi hombro dijo mirando a mi padre: no te preocupes, justamente está pensado para eso, una experiencia visual completa; olida, tocada ,oída....
A veces, la osadía o quizás la ignorancia nos enseña a escuchar lo que nadie oye, mirar lo que nadie ve y coger lo que nadie toca.
María Sánchez Benítez–Cano