GREGORIO CABRERA

CAPITULO I:
Hace decenas de miles de años... Por encima del nivel del mar
Nadie hablaba. No había historias qué contar. Los labios de los viejos parecían sellados por el polvo rojo de las llanuras. Los ancianos de la tribu habían olvidado las leyendas. Y, esto era lo peor, habían hecho creer a los jóvenes que nada quedaba por descubrir ni por vivir. “Lo que véis y lo que sabéis es el mundo. No queda nada más por sacar a la luz...”, repetían con los ojos clavados en el suelo, como si su enclaustrado espíritu aventurero les obligara a avergonzarse dentro de su piel. Las palabras, en aquel dialecto cavernoso, sonaban a mentira y vagaban por la tribu desprendiendo el rancio aroma de la duda.
Algunos, sin romper el clamoroso silencio, recordaban otros tiempos, cuando todavía era posible ampliar el mundo. Como aquella vez en que un valeroso miembro de la tribu se empeñó en alcanzar el lugar exacto donde se pierde el sol tras las montañas. Lo consiguió. Trajo como prueba un extraño brillo en la mirada y el inquietante don de adivinar quién no vería el amanecer del día siguiente. Otro antes que él decidió aventurarse en el Eterno Azul (así llamaban al océano) con su cayuco. Quería saber si, en efecto, existía la isla que todos creían divisar los días de calima en el centro del inmenso manto de agua. Y fue. Y regresó. Y comprobó que se trataba sólo del caprichoso reflejo de una nube solitaria. Era un digno heredero de su padre, que siguió en la noche a un elefante que se dirigía al cementerio. Nadie antes había visto morir a uno. Y les pudo contar a todos que se transforman en millones de luciérnagas tras el último y gigantesco suspiro. Pero su arrojo sirvió al menos para mantener vivo el espíritu de las gentes. Todo terminó. Aquella época quedó sepultada bajo el desánimo y el conformismo.
Y así pasaron siglos y siglos. Hasta dejaron de reunirse al borde del precipicio de poniente para despedir al sol danzando. Un día, tras varias jornadas de tormenta de arena, una joven rompió la tregua. Planteó hacer una expedición a la cueva del norte, donde, decía, moran las respuestas a todos los enigmas. Todos la miraron con recelo. Los jefes de la tribu sobre todo, pues cuando nació ya adivinaron en aquella niña, de nombre Asatsa, el mal de la ensoñación. La rodearon. Le clavaron sus pupilas encendidas de odio. ¿Quién era ella para romper el orden de las cosas? ¿Acaso no sabe que no queda nada por revelar? Luego, uno a uno, se alejaron y la dejaron sola, confiados en que la habían amedrentado.
Pero Asatsa llenó un cuerno con agua dulce y emprendió la marcha hacia el norte. Las gentes la vieron pasar. La dejaron ir. No volvió jamás. Ni se supo nada de ella. Se desconoce si encontró la cueva. Pero desde entonces en la tribu utilizaron la palabra Asatsa como sinómino de enigma. Y, en secreto para no enfadar a los jefes, hubo incluso quien admiró su valentía. Por una vez, y eso también lo consiguió Asatsa, hubo una historia nueva que contar.

 


CAPITULO II:
Hoy, a esta hora, a cientos de metros bajo el mar...
El batiscafo tocó fondo. Ella casi ni se dio cuenta. Pensó que la ligera sacudida procedía de su interior. El piloto de la nave le hizo un gesto con el pulgar y esbozó una sonrisa. Se le veía azul. Se encontraban a casi mil metros de profundidad, en un punto del océano atlántico próximo a la costa de Sudáfrica, pero su mente estaba absurdamente anclada en el desayuno de esa mañana en el barco nodriza. El jefe científico de la expedición daba las últimas indicaciones sobre qué señales debían buscar allá abajo. “Puede ser el mayor descubrimiento arqueológico en décadas...”. Eso ya lo sabía, pero permanecía concentrada en el vuelo de esa gaviota en concreto. Esa fue la última imagen que se llevó al abismo. Pero ahora estaban allí, en la planicie submarina, tras los restos de esa supuesta y mítica civilización que el antropólogo del equipo había situado en estas coordenadas.
El piloto activó todas hélices direccionales para desplazarse con seguridad. El sinuoso movimiento del artefacto removió el fango. Era difícil determinarlo sólo a la luz fantasmal de los focos, pero las dos personas a bordo dirían que aquel polvo tenía un color rojo arcilloso. Primera pista... Siguieron avanzando. Una especie de gusano con dos cabezas, una a cada extremo, se adhirió como una ventosa a la carcasa. Destelleaba cada siete segundos, sin error. De repente distiguieron la huella del cataclismo que propició el hundimiento bajo las aguas de lo que antaño fuera tierra humana y firme. Una cordillera de montañas submarinas y un profundo cañón que parecía llegar al mismo infierno daban idea de la violencia que tuvo el choque de placas. Al pasar sobre la grieta creyeron sobrevolar el principio y el fin del mundo al mismo tiempo.
Simplemente sucedió. Fue lento, casi ridículo. Uno de los estabilizadores tocó de lleno contra una roca que el sónar no detectó. Viraron. Un sordo chisporroteo. Perdieron la comunicación. Se apagaron las luces. Sólo quedó una que se manifestaba cada siete segundos exactos y que se alejaba de ellos. No dijeron nada. Ella volvió al cielo, junto a la gaviota. La oscuridad. El silencio. Se quedaron a cientos de metros de las ruinas. Si hubieran llegado habrían contemplado con sorpresa un tótem de basalto semienterrado representando, en apariencia, a una joven. Más tarde, los estudiosos habrían encontrado una inscripción y un experto en dialectos africanos perdidos revelaría un nombre: Asatsa. Pero eso nunca ocurrirá y nadie contará jamás esta historia.

 

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