Cemento
Me despierto, me lavo la cara, me voy a la cocina. Mi madre me dice buenos días, me manda otra vez al baño a recogerme esos pelos de loca que llevo y, mientras, me pone el desayuno. Cuando vuelvo, en la mesa está mi tazón de leche, y, al lado, un bote de colacao, otro de gofio y otro de cemento. Elijo cemento. Le pongo dos cucharadas a la leche y la remuevo. Veo cómo va naciendo un puerto deportivo pequeñito en la ladera norte del tazón. Luego nace un hotel con talasoterapia y playa artificial.
Mi madre me dice que me beba la leche, pero a mí me da noSequé.
Geyperman hombres–rana
Cuando Juan tenía diez años pidió para Reyes los geyperman hombres–rana. En la caja que había visto en el escaparate del Palacio de los Juguetes venían dos, cada uno con su traje de neopreno, sus aletas, sus gafas, su bombona de oxígeno y su cuchillo amarrado al tobillo. Venía también una zodiac pequeña y un tiburón gris con la boca muy abierta.
Amaneció el día de Reyes y a Juan le trajeron cuatro geyperman del salvaje oeste: dos soldados americanos y dos indios, dos con rifles y dos con tomahawks. Ningún hombre–rana. No entendió nada. La caja de cuatro geyperman, además, debía salir más cara que la de dos. Levantó la vista y se encontró con la mirada de su padre, que le preguntó “¿no te gustan?”. “Sí, sí me gustan”, mintió Juan, “pero como yo había pedido los hombres–rana...”. ”Estos son mucho mejores, ni punto de comparación”, dijo su padre. “Son los soldados del séptimo de caballería contra los apaches: puedes jugar a la conquista del oeste, dar tiros, hacer emboscadas, incendiar fuertes, arrancar cabelleras...”. Juan se calló. Él quería llevarse a los hombres–rana a la playa, meterlos en los charcos, enfrentarlos con pescados de verdad, dejar que los rejos de las aguavivas se les pegasen a los pies, ver cómo se los tragaban las arenas movedizas, ponerlos en la estela de los submarinos nucleares y rescatarlos de la muerte sólo en el último momento. Con los soldados y los indios no sabía qué hacer. Después de un par de días, como les estaba cogiendo coraje, los guardó en el fondo del ropero y procuró olvidarse de ellos.
Pasaron casi treinta años. Juan estaba en una juguetería enorme, comprando regalos de Reyes para sus niños. Y vio una caja de geyperman hombres–rana. Era igual. Sólo que en vez del tiburón, venía una raya con los ojos verdes, fosforescentes, y además una linterna de esas autopropulsadas que se ven en los documentales del fondo del mar. Juan se deslumbró y los compró. Luego, en casa, pensó a quién se los iba a regalar. Le tocaron a Pablo, que tenía diez años, y que no entendió nada cuando abrió el paquete y vio los geyperman hombres–rana. Porque él lo que había pedido era un juego de fórmula uno para la play.