MARÍA MATEO

"Islas"

Las islas son espacios de posibilidad. Microcosmos regidos por normas propias en donde el tiempo y la historia parecen quedar anuladas. Territorios idílicos para la experiencia de historias fantásticas y rocambolescas. Lugares propicios para dejar volar la imaginación y abandonarse a una única premisa: todo puede pasar.
A la isla arriba el apátrida, el perseguido, el exiliado... el amante abandonado que busca un remedio contra su desamparo. Pero también el hombre desorientado, el náufrago voluntario que, desengañado, necesita de auténticas coordenadas con las que reorientarse y volver a empezar.
La historia de la literatura universal está repleta de relatos sobre fugitivos que se exilian del territorio civilizado, del continental, para sumergirse en la virginalidad insular. El carácter fluctuante de estos espacios flotantes ha permitido a los autores construir narraciones instaladas en el aislamiento, el misterio y la escala sobrenatural.
La historia de Simbad el marino, incluido según algunos críticos, en el siglo XVIII en Las mil y una noches, es un ejemplo de ellas. Del mismo modo, las aventuras de Los viajes de Gulliver que Jonathan Swift publicó en la misma época se inscriben en esta semántica fabulosa de la isla. Entre estos relatos de sátira implacable de la condición humana, Swift incluyó el viaje a la isla de Laputa, el lugar ficticio que describió como un espacio que flotaba sobre el aire gracias a un gigantesco imán y cuyos habitantes -todos sabios- vivían en ciudades construidas fuera de la escuadra.
El lado insólito de la existencia emergió también en las páginas de obras como La Isla Misteriosa de Julio Verne o La isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson; y posteriormente, en La isla de Aldous Huxley o La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, entre otras muchas. Episodio aparte merecería el viaje imaginario de Robinson Crusoe, del inglés Daniel Defoe.
Si bien, la concepción de la ínsula como espacio de fábula y misterio no es ni mucho menos reciente, ya que la mitología clásica nos da cuenta al menos de la antigüedad del motivo. Un breve recorrido por algunas de estas fábulas nos sirve para advertir cómo los ciudadanos de la época clásica observaban ya a las islas, hace más de 2.000 años, con la mirada atónita y perpleja.
La historia de Ariadna, abandonada por Teseo en la isla griega de Naxos es un caso paradigmático de la representación de la ínsula como espacio enigmático. El poeta latino Catulo relata en el Poema 64 el lamento de Ariadna que, tras haber sido abandonada por su amante, queda "pobre sobre esa playa sola" que es testigo de la "incontenible ira" que siente en su pecho. El mar ­ símbolo de inmensidad; principio y fin de la vida- "se interpone con su espacioso abismo" y deja sola a Ariadna en esa "costa sin casas, ínsula desolada, sometida al asedio de las olas marinas" que no ofrece escapatoria ni "ningún medio de fuga ni esperanza" y en donde "todo parece mudo, todo está abandonado, todo anticipa el fin". En esta ocasión el territorio insular, contagiado del dolor que siente la mujer ultrajada, adquiere tintes funestos y aparece como un espacio de aislamiento, soledad y desolación. 
El misterio y la desesperanza asoman de nuevo en los archipiélagos de una obra clásica capital: la Odisea. Homero recurre de nuevo a la representación de la isla como territorio hostil durante el pasaje dedicado a Calipso, la ninfa marina de extraordinaria belleza y armoniosa voz que reinaba en la isla de Ogigia, adonde Ulises arribó. Según el relato de Homero, Calipso se enamoró del héroe y llegó a ofrecerle la inmortalidad si se casaba con ella y renunciaba a su patria y su familia, una propuesta que Ulises rechazó. El Canto V de la Odisea en el que Homero cuenta estos hechos se inicia con el relato de Atenea, que se dirige a los dioses para decirles que Ulises "se encuentra en la isla soportando fuertes penas en el palacio de la ninfa Calipso y no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo acompañen por el ancho lomo del mar". Asistimos una vez más a la descripción de la isla como espacio de constreñimiento e incomunicación.
Junto a esta concepción de la insularidad, Homero introduce en su obra uno de los tópicos más recurrentes en la historia de la literatura, asociado también a los espacios flotantes: el tópico del locus amoenus o espacio edénico y virginal de extraordinaria riqueza natural, al que todos soñamos con escapar al menos una vez en la vida: "Cuando llegó a la isla lejana salió de pronto el color violeta y marchó tierra adentro hasta que llegó a la gran cueva... En torno a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar. Había en la cóncava cueva una viña tupida que abundaba en uvas, y cuatro fuentes de agua clara...".
Con esta herencia de la Antigüedad no resulta extraño comprobar que las islas emerjan una y otra vez hoy, tanto en el imaginario colectivo como en las representaciones artísticas, como espacios de fábula en los que la realidad y la ficción se abrazan en favor de un único principio: todo es posible.

 

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