RAMÓN DEL PINO

LA_ISLA_DE_ALSILA

Cuando nació su segunda hija, Alsila –así se llama mi amiga–, no sabía que nombre ponerle, tenía muchas opciones pero quería estar segura, bien segura de haber elegido un buen nombre y que el paso del tiempo no trajera consigo arrepentimientos ni dudas. Por esta circunstancia Alsila decidió que su hija no tuviera nombre hasta estar segura de la denominación verbal con que iba a tatuar a su hija, una huella que la acompañaría para siempre, incluso después de muerta. No era una elección fácil.
Dos meses estuvo “la niña sin nombre”, sin nombre. Desamparada de una de las dos huellas de identidad que nos acompañan toda la vida, ya que la sombra –la otra estampa perenne que escolta a la figuración humana al contacto con la luz– estuvo presente desde el día de su nacimiento, como demuestran las fotos que el padre de la “niña sin nombre” había tomado aquel feliz día y para contrariedad de Alsila, quien era muy pudorosa con ciertos aspectos de su intimidad.
Al igual que Alsila, sufro los nombres de las esculturas que alumbro. Me resulta muy difícil, ponerles nombre puesto que cuando mis manos han concluido, ellas, mis hijas de metal, ya han adquirido vida propia; son mías pero han dejado de pertenecerme y al igual que Alsila no quiero que me asalte la duda ni el arrepentimiento. Por esta razón casi todas se llaman “Sin título”, pero a diferencia de “La niña sin nombre”, que tuvo el suyo tras dos meses, mis esculturas se llaman “Sin título” para siempre. No sé si es cobardía, exceso de prudencia o respeto infinito: hacia mis esculturas, por no errar con su nombre; hacia el espectador y todo aquel que quiera vivir en ellas y llamarlas, por tanto, como mejor les plazca.
Una vez acabada la pieza, la mecánica fue la habitual. Siempre es la misma. Hablar con ella, dialogar con el material. Buscarle un nombre. Pero esta vez algo había cambiado. Después de observar la pieza por enésima vez y a diferencia de otras veces, me vino a la mente las archiconocidas palabras que Magritte introdujo en una de sus obras: “esto no es una pipa”.
Podría emular el gesto del pintor belga, pensé, y titular esta obra: “esto no es una isla”, ya que a pesar de parecerlo, realmente se trata de un hombre puesto en posición horizontal, acostado. Postura que adoptan, la totalidad de islas que crecen en mi imaginario.
Así fue como aquel individuo sin nombre pasó a ser una isla, por una suerte espacial que sólo opera en mi mente. Así fue como aquel hombre al que jamás conocí y que carecía de huella verbal que lo identificase se convirtió en una isla, en mi propio paraíso terrenal. Quizá fue por no tener nombre por lo que decidió ser una isla. No lo sé. Sólo sé que se convirtió en ese lugar recóndito de fantasía, personal; una comarca íntima donde hacer acopio de nuestros secretos y tesoros. Un rincón predestinado a permanecer anclado o viajar a la deriva, libre, fluctuando entre las corrientes. Un espacio predestinado a ser mío, mi propia huella, y por las mismas pulsiones a ser de todos, de todo el que se quiera mirar en ella.
Después de recordar la fábula de Alsila y desechar la generosidad de Magritte, me encontraba nuevamente frente al hombre–isla, de pie, delante de mi isla–hombre, de mi mutación de géneros de metal que continuaba aguardando un gesto mío. No sé con seguridad si el secreto que me reveló Alsila o si el tiempo dilatado frente al hombre que nunca tuvo un nombre y que una vez convertido en isla tampoco tuvo título, sirvió de algo; lo que sí que es cierto es que algo había cambiado. Ocurrió algo; sin más. Cuando quise darme cuenta había escrito algo en mi libro de bocetos; el mismo que utilizo para dibujar, pintar y elucubrar formas. No lo recuerdo bien porque supongo que no fui del todo consciente, así es el proceso creativo, pero al terminar pude leer: la isla sin título.

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